Sin ser
inquieta literariamente, a mis 14 años leí a Oriana Fallaci. El libro “Carta a
un niño que nunca nació” fue mi primera aproximación al feminismo. En ese
período no razonaba muchas cosas, sin embargo me quedó claro, que si un día me
embarazaba, valoraría aspectos positivos y negativos antes de traer al mundo a
una nueva persona. -Que
inocente- no dimensionaba lo que ese pensamiento tan propio y respetable
significa en la vida de las mujeres. No es sólo en lo individual, familiar,
religioso y cultural, sino también en lo complejo que resulta plantearlo a
nivel institucional y legislativo.
Tres décadas
después volví a tropezar con el tema, esta vez con Florence Thomas en su libro
“Había que decirlo”. Me encontré que estaba alejada de la realidad al pensar
que podía decidir sobre mi cuerpo, en un país donde ni siquiera el embarazo
producto de la violencia sexual ejercida por un padre a su hija menor de 13
años, comprobada, es motivo suficiente para practicar un aborto. Decir en
Latinoamérica voy a abortar, o lo que es los mismo, interrumpir voluntariamente
un embarazo, no sólo es ser pecadora, lo que asumes es un sinfín de obstáculos
y discriminaciones que impone el patriarcado estructural a las mujeres.
Da la
sensación de que la despenalización del aborto, aunque falta mucho más, ha
avanzado en varios países del mundo, a pesar de ello, resultan peligrosas
amenazas las situaciones que se siguen presentando. Ejemplo de ello la crisis
presentada en un país progresista como España, que en el 2013 se amenazó
rebajar derechos aprobados en la Ley del aborto del 2010.
En los
países de Latinoamérica donde está aprobado, además se suman sendos
procedimientos de una burocracia descomunal, donde se aprueba o desaprueban los
derechos de las mujeres sin tener en cuenta sentimientos, emociones,
proyecciones, necesidades o simplemente sus circunstancias particulares.
En Colombia
el 10 de mayo de éste año, se han conmemorado 10 años de creación de la Ley del
aborto, en los tres supuestos: malformación del feto, embarazo producto de
violación, o cuando peligra la vida de la madre. Es irónico porque mientras se
demuestran estos supuestos, que no resulta fácil, la mujer debe seguir su
proceso de embarazo sean cualesquiera sus circunstancias, y además enfrentarse
a señores ginecólogos que las tratan como asesinas o irresponsables, o incluso
prostitutas. Por ejemplo, no se entiende como una mujer a punto de iniciar la
interrupción de su embarazo es atendida y despreciada por un ginecólogo que se
declara impedido a practicar un aborto, su acogimiento a la objeción de
conciencia resulta una bofetada a la integridad de una mujer en un momento como
ese.
No queda
duda que los avances en Colombia son insuficientes, se necesitan más acciones
para seguir profundizando la reivindicación de articular y hacer efectiva la
Ley con la realidad en las instituciones, para fortalecer lo que existe
agilizando los procedimientos y lograr ampliar los supuestos de abortos hasta
alcanzar el derecho individual de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos.
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